El
11 de septiembre de 2013 me desperté tarde, salí a comprar el periódico y
esperé con paciencia el momento de cumplir con mis escasas obligaciones en ese
miércoles festivo. A las dos de la tarde cogí el metro, sufrí con sus tiempos
de espera y, finalmente, llegué a la radio para charlar en directo sobre libros
y la tristeza del adiós de un verano.
Al
terminar el programa recibí una llamada y fui a casa de unos amigos con los que
pasé casi toda la tarde. Al decirles adiós volví a pisar la calle y observé la
excitación de la jornada de la vía catalana y las ganancias del Barça con tanto entusiasmo, beneficios bien visibles en la abundancia de la segunda camiseta con las cuatro barras. ¡Viva Qatar!
Mi
primera impresión, confirmada durante mi paseo de más de cuarenta minutos, fue
la gran cantidad de niños ataviados son símbolos independentistas. No se
trataba sólo de chavales, también los bebés iban equipados con merchandising
nacionalista. Hace meses contemplé en un pueblo del Montseny el enarbolamiento
de una estelada. La escena era bonita y dominguera. Un grupo de personas se
habían reunido al lado de una iglesia para cantar els segadors y observar cómo
el trapito alcanzaba el cielo del mástil. Me detuve a una distancia prudencial,
contemplé el acto y sólo me turbó, porque nadie puede dudar de su ejemplar pacifismo, la presencia de un niño que gritaba e imitaba los gestos de
los adultos.
Por
inercia cinéfila pensé en una escena de la película Cabaret, uno de esos
momentos donde el celuloide ha logrado transmitir el miedo que da la Historia
del siglo XX. Dejé pasar la efeméride hasta que este miércoles me asusté por
tanta proliferación y, sobre todo, por la naturalidad de su exhibición que me
confirmó más tarde el especial de TV3 donde se preguntaba a un niño de tres
porqué había participado en la vía. Sobran las palabras.
Al
llegar a casa me conecté al ordenador porque me parece más vital, efectivo y
real seguir la información mediante las redes sociales. Twitter mostraba la
euforia de los manifestantes, felices por la cifra de un millón seiscientos mil
participantes emitida por la Conselleria d’Interior de la Generalitat. Los
números dicen mucho, pero en este caso me intrigaron varias cosas que se
confirmaron a lo largo de la semana. En primer lugar me sorprendió que ningún
medio o estamento presentara otra apreciación. Lo dicho por Ramon Espadaler se
aceptó sin más cuando los cálculos iniciales eran de cuatrocientas mil
personas. ¿Qué pasó durante esos días? ¿Por qué los periódicos no activaron sus
cálculos estadísticos? EL PAIS demostró en 2012 que el millón y medio de la
gran manifestación era una falacia y que lo más real, por ocupación de espacio
y extensión de la marcha, era pensar en seiscientos mil seres humanos
reivindicando sus ideas en Barcelona.
Es
posible que en 2013 fuera una utopía cubrir los más de cuatrocientos
quilómetros de la vía catalana y mostrar números fiables de participación. De
todos modos que sólo una institución emitiera un dato concreto es una derrota
que siempre planteara una duda razonable a quien escribe. Fin de la cita.
Como
decía las reacciones entusiastas coparon parte de mi TL. Las prisas nunca son
buenas compañeras, y aquí aparecieron con orgullo y una especie de victoria
antes de cruzar la meta muy peligrosa, entre otras cosas porque, algo que la
televisión pública de Cataluña ha hecho muy bien desde hace un año, en un país
de siete millones de personas hay sentimientos dispares, y no es nada anómala la discrepancia civilizada que algunos quieren evitar mediante un monopolio de la opinión y el sentimiento.
Ese día el más que condenable acto fascista en la Blanquerna de Madrid encrespó
más los ánimos, rematados en la espiral monocroma por las palabras de Soraya
sobre la mayoría silenciosa, una astracanada que bien podría haberse ahorrado.
Sin
embargo todo es matizable. Los que hablaban en las redes eran los partidarios
de la independencia, el dret a decidir, tan necesario para acabar con este tormento
y justo por regeneradora lógica democrática, quedaba relegado a un segundo
plano. No sé qué dirían los españolistas, pero sí puedo afirmar que los dos
bandos han monopolizado la atención mediática.
Por
mi parte creo que existe una tercera vía bastante mayoritaria, pero ojo, que
nadie se me tire encima, que las ganas siempre están presentes. No hablo de un
término medio, más bien de personas que no son favorables a la independencia ni
apuestan por lo que estos primeros han definido por un unionismo recalcitrante.
Hay otras opciones. El federalismo es tomado a guasa y no se augura una pronta
recuperación de su justo ideal. La emocionalidad de todo el proceso hace que se
lea y conozca poca Historia de España y Cataluña como para poder opinar con argumentos.
Mucha gente quiere paz y no necesita de extremos porque en este momento, y
probablemente en otros también, hay cosas más importantes en las que pensar y
el enfrentamiento de la gente normal sólo lleva a la derrota de un colectivo
bastante perjudicado por la crisis.
La
idea de la independencia, dirigida por la ANC que comparte Community Manager en
Twitter con CiU y tiene una dirigente que yo desde luego no he elegido porque
no pertenezco a la Asamblea, huele a gran cortina de humo para desviar la atención
de problemas más importantes. En Cataluña el movimiento 15m, potente en la
primera oleada del mismo como demuestra el episodio del asedio al Parlamento,
se ha esfumado. Lo social ha sucumbido ante lo nacional. El fracaso de las
primeras elecciones plebiscitarias de noviembre de 2012 parecía frenar el
impulso de esa huida hacia delante, pero la inopia de Mariano Rajoy ha dado
alas y una nueva marcha a la cuestión.
¿Dónde
queda la acción del gobierno de Mas? Su inoperancia es tremenda y el rédito por
su dolce far niente increíble. No han aprobado los presupuestos de 2013, los
recortes en Sanidad y Educación se han incrementado y oye tú, nada, sigamos con
el empeño de la bandera, ya viviremos con hojas de parra para tapar nuestra vergüenzas.
Quizá deberíamos situarlas en otras partes.
En
pleno siglo XXI lo normal es derrumbar fronteras, no reforzarlas. El Estado
Nación va camino de desaparecer en Europa, donde la Unión se convertirá en un
órgano federal una vez se hayan eliminado los obstáculos de la gran depresión y
la angustia ceda a una normalidad que, todo hay que decirlo, no sé si alcanzaremos.
De todos modos si comparamos vías veremos que el contexto no acompaña. Muchos
independentistas han colgado estos días listas de países europeos que
adquirieron su soberanía a lo largo del siglo XX. Una primera oleada
corresponde a los que aprovecharon el desmembramiento de los Imperios tras la
Primera Guerra Mundial. La segunda es la del cambio de paradigma que supuso el punto
y final de la Guerra Fría como recordarán todos los de mi generación que de
repente, sin Unión Soviética y una feroz guerra en Yugoslavia, vieron un mapa
con muchos más nombres que empollar.
Es
en este contexto, 1989 y la caída del telón de acero, cuando los países
bálticos- Estonia, Letonia y Lituania, montan la cadena del 23 de agosto de ese
año coincidiendo con el cincuenta aniversario de la firma del pacto de no
agresión germano-soviético entre Ribbentrop y Molotov. La fecha se eligió con
pleno sentido de una conciencia histórica y un instante que coincidía con
muchas otras zonas en su esperanza de liberación.
La
cadena báltica se enmarcaba en una situación irreversible que marcaba la
conclusión del siglo XX corto. La catalana nace del aprovechamiento de un
populismo que seguirá a tope durante 2014 con la saturación de actos dedicados
al tricentenario del asedio de 1714, del que mucho podría discutirse, algo que,
desde luego, no haré en este texto.
Todo
nacionalismo en esencia es conservador. Siempre hablo de los beneficios que los
chinos consiguen con tanta bandera. No creo en ellas, restringen y alucino con
la hipocresía ajena. No me gustan en ningún caso, por eso juzgo indecente que
un catalán vea a un español con una y lo llame fascista, mientras que si él la
luce es progresista.
El
nacionalismo es en esencia conservador, y el catalán parte de unas élites que
crearon su maquinaria desde finales del siglo XIX para beneficiar a sus
intereses comerciales e industriales. Cuando el pueblo hablaba en contra de sus
intereses callaban, como acaeció durante la Semana Trágica de 1909. La lliga
Regionalista es la abuela de CiU, que desde un principio quiso usar sus métodos
tanto en Madrid como en Barcelona. Cualquier comparación con nombres brillantes
no debe aplicarse ahora, el presente es bastante más lamentable que el pasado,
donde al menos existió la ERC de la Segunda República, capaz de juntar dos
ánimos tan dispares como los de Macià y Companys.
En
fin, decía lo de la esencia conservadora del nacionalismo por las reacciones
internacionales. Diputados de la Lega Nord, partido de extrema derecha del norte
de Italia, con camisetas con la estelada y dos primeros ministros bálticos
hablando del tema. ¿Y bien?
Antes
del boom independentista existía algo llamado catalanismo consistente en querer
mejorar desde el Principado al conjunto de España mediante el diálogo. Es
normal que el motor proponga ideas para activar al resto de la locomotora.
Madrid siempre ha sido una empecinada, pero el diálogo, que es cosa lenta y se
ejerce con prestancia y mucha paciencia, siempre ha sido mejor solución que la
confrontación. Hablen, voten o hagan lo que sea, pero por favor, que termine de
una maldita vez el bombardeo que oculta cuestiones de más trascendencia. Por cierto, ¿alguien piensa explicar qué ocurrirá si se produce la independencia? De momento en ese sentido impera el mutismo, y creo que no me extraña.
2 comentarios:
Totalmente de acuerdo. A mi entender esto es una capítulo más del continuo enfrentamiento ibérico, el mismo que retratara Goya en "Duelo a garrozatos" (y ya son unos cuantos). Parece que a los íberos se les da mejor enfrentarse que dialogar
Y sobre todo la ausencia de diálogo, exacto, es todo demasiado aberrante amigo.
Abrazos
J
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