Un verano con Jean Cocteau (VIII): “La corrida del 1 de mayo”
Por Jordi Corominas i Julián | Destacados | 15.09.13“Hace ya varios siglos que se engaña al público descaradamente, Se le engaña por el espejo más o menos deformado del trampantojo y de la engañifa. Se le enseña algo que ya conoce, sabiendo que prefiere reconocer a conocer”.
Supongo que entre un público general es fácil recordar una imagen estereotipada de Jean Cocteau, ya viejo, junto a Pablo Picasso en los toros. Son imágenes de los años cincuenta que los muestran como dos mitos ociosos, contentos de conocerse, dichosos de una fama que les permitía literalmente hacer cualquier cosa, incluso mezclarse con la multitud enloquecida ante tanta leyenda y simpatía.
El primero de mayo, no me gusta lo numérico del título que traiciona el original francés, de 1954 el toreroDámaso Gómez brindó un toro a Jean Cocteau en la Maestranza de Sevilla. De este modo el matador ponía en manos del poeta la suerte de su propia existencia, gran responsabilidad para el francés que cogió la montera y atendió el desenlace.
Uno podría pensar que el libro comentará sólo el episodio de esta tarde primaveral. No es así. A partir del arte del toreo se desarrolla una intensa reflexión sobre España que parte de su animal simbólico hasta alcanzar una visión de conjunto que debe leerse en función de la época en que fue pensada. Cocteau roza en más de un momento la apoteosis del tópico, pero su punto de vista es el de un extranjero que asiste asombrado al espectáculo del país y su fiesta más representativa, justo antes de la explosión del Real Madrid de Alfredo Di Stéfano y el cambio de paradigma que representó el auge del fútbol para el régimen franquista.
Cocteau analiza el toreo desde una perspectiva lírica que, no podíamos esperar otra cosa, se remonta al Minotauro, con esa primitiva lucha entre el hombre y la bestia. De ahí, sin embargo, avanza hacia otras latitudes que se centran, además de su incondicional amor por la curiosa figura de Don Tancredo, en la muerte como un aura que rodea la escenografía del lance, dama blanca omnipresente, ganadora de una mayúscula atención que invade todos los detalles de la plaza, desde el público hasta las banderillas. Este pensamiento se puede relacionar con lo que decía Nicomedes Méndez, verdugo de Barcelona entre finales del siglo XIX y principios del XX, sobre la elección de su oficio. Ese señor, odiado por sus conciudadanos por el papel que ejercía y representaba, confesó que de no ser verdugo hubiese deseado la profesión de torero, más que nada por la expectación generada entre el respetable, y ese clamor, ése morbo tan español, va íntimamente ligado con la señora de la guadaña.
Nuestro protagonista ya intuyó la decadencia de la sociedad del espectáculo, que a buen seguro, desde ciertas posiciones muy políticamente correctas que muestran cómo estamos en una época de cultura claramente de derechas travestidas de izquierda, criticaría sus opiniones por radicales y marcianas. La solemnidad con la que Cocteau viste el toreo surge de una nobleza pretérita que él, en una de sus apreciaciones erróneas, identifica con el presente, aunque eso no es lo más importante. Queda la arquetípica soledad del encargado de asesinar al animal, la parafernalia que envuelve la acción y el componente mítico de la misma, desafío heroico, locura y exhibicionismo por amor al escaparate.
A lo largo de su disertación, llamarlo ensayo resultaría algo más que osado, Cocteau se recrea con la búsqueda de etimologías. Le sale la vena flamenca, viaja al origen del término y mientras tanto lo asocia con la costumbre española de despreciar desde la ignorancia, lo que no es óbice para considerar a nuestro país como un poeta en estado puro exento de vulgaridad y con el don de sufrir porque es un cuerpo que siempre se inmola para renacer, ave fénix empecinada en la derrota para alzar de nuevo el eterno edificio repleto de contrastes.
El libro transita por un sinfín de aplausos y loas a artistas patrios. Dalí es quien quiere romper con la ceremonia mientras se desarrolla. A Manolete se le exalta, así como a Federico García Lorca, alma gemela truncada en un fusilamiento. Quien se lleva la palma es Pablo Ruiz Picasso en la parte más interesante del manuscrito. No era la primera vez donde Cocteau hablaba de su amigo, pero aquí, quizá por notar la cercanía de un adiós, es más expresivo y lúcido que en otras ocasiones, desgranando la intimidad de su relación y el asombro de ver crecer la genialidad del malagueño. La madurez ayuda a formular un discurso donde se insiste en la trascendencia de ser inimitable, de no crear ni escuelas ni modelos porque nadie es capaz de hacer nada similar. Eso ocurrió con Picasso, único y por eso aún más considerado por Cocteau, quien disfruta con el recuerdo de su juventud, las emociones romanas, los retratos en el estudio, el vigor de Montparnasse, las disensiones de los años veinte, la política y el elogio constante de alguien que siempre emprendía caminos inéditos porque desconocía dónde estaba la meta, cogiendo lo que fuera del suelo para ser niño, evolucionar y deslumbrar con honesta intensidad.
La corrida del 1 de mayo es, en realidad, un compendio de amor para con España y sus fetiches desde los ojos de un galo anómalo. Al final el torero burló al último suspiro y el poeta incómodo le transmitió fortuna. Pasó el cataclismo, corrió la dicha y amaneció una lectura que debe encararse con ánimo de ponerse en la piel del otro, autor, extranjero y monstruo con lentes diseñadas para disparar ráfagas impresionistas que dan en el blanco que es nuestro cerebro.
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