Un verano con Jean Cocteau (VII): “La dificultad de ser”
Por Jordi Corominas i Julián | Destacados | 9.09.13“En última instancia, todo tiene arreglo, menos la dificultad de ser, que no la tiene”.
A finales de 1946 Jean Cocteau se siente enfermo. Ha superado un infarto, la sospecha de su colaboracionismo con los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial y nota que su mejor época es un agridulce recuerdo. Una nueva era llama a la puerta y cree no estar invitado a la función. Rueda La bella y la bestia, piensa en el pasado y decide que es hora de hablarse para recapitular y al mismo tiempo escribir un libro que “no tiene más proyecto que entablar conversación con quienes lo lean. Es lo contrario de una clase. Intuyo que poco enseñaría a quien me trate. Sólo aspira a coincidir con desconocidos a quienes les hubiera gustado conocerme y charlar conmigo acerca de esos enigmas por los que no se interesa Europa y se convertirán en el susurro de unos pocos mandarines chinos”.
Y tenía razón, como también la tuvo cuando dijo que se valoraría su legado treinta años después de su muerte. En pleno siglo XXI sus palabras son proféticas porque las opiniones vertidas en La dificultad de ser versan sobre temas esenciales pero minoritarios. Es fácil imaginar al poeta en plena redacción sin pensar en la estructura, libre a través de breves capítulos que plasmaban lo básico de unas ideas profundas que para él, pasada la cincuentena, eran un testamento desde el que ofrecer su pequeño granito de arena a la cultura.
En uno de los fragmentos se menciona la línea, que desde la vida deviene permanencia de la personalidad. Las observaciones biográficas ajenas se convierten en confesiones encubiertas. Podemos saber de la infancia y sus sobresaltos, avanzar hacia el extraño físico del creador francés, con esos pelos que siempre fueron rebeldes y nunca se pusieron de acuerdo, como si con su discrepancia quisieran vaticinar la pluralidad de su propietario, pero con el simple apunte de preferencia por creadores sólidos. Cocteau nos desmiente de una tacada el mito de su frivolidad tan enarbolado por sus detractores, petimetres frustrados ante tanta inmensidad.
La tan cacareada ligereza de Cocteau corresponde a un nervio incapaz de estarse quieto, con ansias de salir, respirar y atrapar las infinitas dádivas de la realidad. La risa debe ser de aquellas que exploten por los cuatro costados, que llenen el espacio, como la de Guillaume Apollinaire, rotundo corporalmente y noble en atenciones para con los demás. En el retrato del bardo fallecido dos días antes del armisticio de la Gran Guerra se halla una descripción de un grupo y de un modo de entender la existencia. La bohemia trabajadora, porque sin este atributo sólo queda en fuegos de artificio, se alía con un compromiso de ir contracorriente para no caer en el pozo de la basura oficial desde una posición de coherencia en un sentido ético y estético. El ornamento, ya lo anunció el arquitecto Loos, sobra en cualquier tesitura al ser un añadido vacuo, que estorba en la ruta que conduce a resultados que reflejen una postura artística útil al no querer adoctrinar, pues en el ADN de todo artista debe prevalecer una libertad ausente de la rendición de cuentas. Las balanzas comerciales son para los economistas y los empresarios.
Alguien dirá que este planteamiento se sostiene desde una óptica burguesa. Nadie lo niega. La vida de Jean Cocteau fue la de un ser que desde la conciencia de su clase prefirió usar su condición acomodada para agitar el corral. Lo fácil hubiera sido quedarse en casa, leer, escribir y deleitarse en la inopia. La inutilidad era un imposible para esa generación. Los tópicos de miseria y desgracia, que tanto gustan a los que gustan de leer en diagonal, eran más mentales que monetarios. Picasso tuvo que quemar telas, sí, pero nunca le faltó de nada por solidaridad y prestigio, del que nunca andó falto por mucho que la leyenda quiera, nunca mejor dicho, pintar un panorama desolador en Montmartre. Cocteau valora en muchos fragmentos de La dificultad de ser esa excepcionalidad, la burguesía buena, sin necesidad de mentarla directamente. El aire era otro, París una Torre de Babel y ellos los privilegiados de la cuerda locura que impregnaba el ambiente, donde por otra parte, ya en la fase terminal del sueño, cabían todos los talentosos, desde Max Jacob hasta Jean Genet, a quien Cocteau protegió desde la primera hora.
La señora de la guadaña es la otra gran protagonista de este compendio de reflexiones. Era bueno irse de un funeral porque el difunto no había asistido, pero esa broma era una mera escapatoria para evitar la losa de remembrar tantos desaparecidos entre amigos y amantes. El avión de Roland Garros. El tifus yRadiguet. Marcel Khill asesinado en Alsacia. Jean Desbordes torturado por la Gestapo. Quedaba la lectura, la hermandad, la belleza y el consuelo de seguir con el día a día, donde amenazaba la nueva enfermedad del siglo, por la que él mismo había transitado en su etapa opiácea: la evasión por culpa de un temor, nada hemos inventado, a la bomba atómica, las noticias de los periódicos, la velocidad de posguerra y los decretos del gobierno de turno.
El alud mediático sepulta el lirismo. El poeta sabe que se volverá invisible. Los deportes de invierno tomarán el relevo, los versos se irán a un agujero donde un grupúsculo abrazará el postureo y la mediocridad de no salir de la provincia. Mientras tanto Jean Cocteau, que escribió la dificultad del ser para sanar de su mal y ofrecernos una herencia siempre vigente y transmisible mientras floten partículas de curiosidad en nuestra maltrecha atmósfera.
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