Placas,
datos y rodajes.
Leo
en el periódico de hoy, viernes 20 de septiembre de 2013, un artículo de Jordi
Martí, concejal socialista del Ayuntamiento de Barcelona. El personaje no me
inspira ninguna confianza y me parece otra muestra más de un barco viejo a la
deriva, pero esa no es ahora mismo la cuestión. Intenta escribir con
originalidad sobre problemas municipales y aporta una serie de datos
interesantes que desde su perspectiva apuntan a clarísimas posturas
independentistas del alcalde Trías.
Vayamos
por partes. Es evidente que el actual Consistorio barcelonés dedica mucha
atención a las placas, que son política como cualquier elemento del mobiliario
urbano. Ya en el siglo XIX con la reforma que dio lugar al Ensanche se prestó
mucha atención a los nombres de las calles de la ciudad refundada, símbolos que
mostraban la intención de la nueva burguesía de equipararse a sus antepasados
medievales que hicieron de la capital catalana una potencia mediterránea. Cada calle
encierra una historia y un significado.
Hace
año y medio Trías decidió cambiar con premeditación, alevosía y nocturnidad la
placa del passatge de la Canadenca, que por arte de magia transformó su letra
pequeña. Antes informaba que su nombre era importante por la famosa huelga de
enero de 1919 que paralizó Barcelona y supuso un hito histórico del
proletariado europeo. El alcalde debió pensar que, en esa época el nacionalismo
aún no se había comido al 15m, era mejor eliminar la referencia obrera por una
mención a Fred Stark Pearson, fundador de la empresa y uno de los hombres más
homenajeados de la Ciudad Condal entre estatuas y avenidas en la zona alta. La
maniobra de CiU en el Paralelo se convirtió en su segundo patinazo en la zona
donde proclamaron haber comprado a los chinos el Teatro Arnau, algo que en
realidad habían hecho los socialistas en la anterior legislatura.
Ahora
las placas vuelven a estar de actualidad y Jordi Martí lo plasma en su artículo
donde escribe que el alcalde ha aprovecha la canícula veraniega para sacar de
la plaza de Sant Jaume la placa de la fachada del Ayuntamiento dedicada a la
plaza de la Constitución.
Esta
placa ha resistido contra viento y marea todo los regímenes políticos desde
1840, año en que fue colocada sobre el balcón central de la casa de la ciutat.
Esta muy bien que el concejal socialista critique la medida que va en sintonía
con una apropiación indigna del nomenclátor del espacio público. La crítica es
justa, pero Martí, nada que ver con mi querida secuestradora de niños, engaña
porque no precisa. En abril de 2012 el grupo de Unitat per Catalunya,
capitaneado por Jordi Portabella de ERC y Joan Laporta de Solidaritat, presentó
un ruego aceptado por Jaume Ciurana, teniente de alcalde de cultura.
En
principio los argumentos para eliminar la placa se centran en evitar la
duplicidad de nombres de la plaza, algo que la emblemática cuadrícula del poder
catalán ha aguantado bien durante casi dos siglos. Martí demuestra poca
habilidad al no mencionar que la supresión de la placa obedece a un escaso
apego democrático, no se aprobó en ningún pleno mediante votación, y a una
voluntad de imponer una visión monocroma que líquida elementos del pasado
considerados irrelevantes y perniciosos, porque generan preguntas, para
aquellos que gobiernan.
Podremos
vivir sin la placa dedicada a la Constitución de 1837, nadie lo duda, pero no
está de más mostrar nuestra repulsa por tanto cinismo a la hora de borrar un
plumazo referencias medio invisibles, paranoias de los políticos, porque la
gente cuando pasea no suele mirar hacia arriba. En cambio sabemos que muchas
personas sí miran o ven la tele para entretenerse y hasta para informarse, aunque
esto último es menos recomendable dada la dinámica de nuestra época.
Hablaba
de la caja tonta porque en el artículo de Martí se comenta del rechazo del Ayuntamiento
de Barcelona a permitir que se rueden algunas escenas de la serie Isabel en la
escalinata que da acceso al Museo de Historia y en una de las ventanas del Saló
del Tinell. En primer lugar esto se contradice con la publicidad que vende
nuestra ciudad como un inmenso plató, que en alguna ocasión pagamos los
contribuyentes, cuando a Jordi Hereu le dio por aportar dos millones de euros a
Vicky Cristina Barcelona, esa postal en forma de comedia histérica de Woody
Allen. En segundo lugar el problema es grave porque la productora Diagonal dice
que hasta el momento ningún consistorio se había negado a cederles lugares para
dar verosimilitud a la serie. El tercer punto es la negación porque el
Ayuntamiento barcelonés considera que la serie tiene poco rigor histórico, algo
cierto porque la leyenda que sitúa el recibimiento de los Reyes a Cristobal
Colón tras su primer viaje a América en las escaleras del palacio real es eso,
mera leyenda porque los hechos sucedieron en el monasterio de san Jerónimo de
la Murtra, situado en Badalona.
Podría
guiñar el ojo al Ayuntamiento y decirles que enhorabuena por su amor a las
referencias exactas, pero no lo haré porque tras su decisión se oculta el deseo
de chafar la fiesta a una producción de Televisión española que mitifica la realidad histórica según el
consistorio de la Ciudad Condal. Creo, y sólo he visto publicidad de la serie
por lo que no conozco bien su apego a la precisión, que dentro de una perspectiva publicitaria nunca
está de más que muchos millones de espectadores contemplen lo bonita que es
Barcelona como decía la canción de Manuel Moreno. El rechazo por causas políticas,
verdadera razón en el contexto actual, me parece lamentable y otra bala
innecesaria para aumentar la cháchara en los dos bandos. A veces es mejor
transigir y dejar que los extremos sigan estables. Romperlos sólo genera estupidez y zozobra.
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