Un verano con Jean Cocteau (y IX): “El cordón umbilical”
Por Jordi Corominas i Julián | Destacados | 20.09.13“No creo que progresemos copiando, y pienso que si golpeamos sobre el mismo clavo acabaremos por aplastarlo. Una obra solo vale si se integra en una obra. Lo que cuenta es el conjunto, y la repetición de un estilo provocaría ese aburrimiento, respetado por los lectores, que lo ven como una fidelidad a uno mismo, cuando en realidad es resultado de la pereza”.
Jean Cocteau murió el 11 de octubre de 1963. Dos horas antes de expirar se había enterado del fallecimiento de Edith Piaf, a quien encumbró con la obra teatral Le bel indifférent, una de tantas victorias del parisino.
En los últimos años de su existencia, como si intuyera que la dama blanca esperaba para llevárselo a los Campos Elíseos, donde a buen seguro su sombra lleva una existencia más que feliz. Entre 1960 y 1962 escribió dos poemarios, Cerèmonial espagnol du Phénix y Le Requiem, pintó unos paneles para la tienda de su amiga Ana de Pombo y escribió El cordón umbilical, del que sería fácil comentar que se refiere al desapego de lo terrenal, pero no, la cosa va por otros derroteros. La editorial Plon pensó en una colección que se titularía “Yo y mis personajes”. Denise Bourdet, su directora, contactó rápidamente con Cocteau y le propuso participar. El libro que ahora se edita en España tuvo una edición original con una tirada limitada a doscientos ejemplares ilustrados con cuatro litografías de su autor.
El príncipe de los poetas, hiperbólico apodo que se ganó a pulso tras tantos años al pie del cañón, quiso que El cordón umbilical fuese otra prueba más de su versatilidad, por lo que cuidó con especial esmero la estructura del volumen, que abre y cierra con tres sonetos en homenaje a las memorias renacentistas deBenvenuto Cellini. El grueso del contenido está dividido en tres secciones que abordan con singularidad su relación con todos los personajes que generó a lo largo de casi medio siglo de poliédrica producción artística.
La primera es una especie de autobiografía que todo autor debería considerar y surge de la excusa esencial de Flaubert y Madame Bovary o la identificación entre el creador y su propia invención. Cocteau camina por su trayectoria y nos descubre secretos que aclaran vertientes de su poética al no centrarse solamente en la disección de las criaturas que pululan por sus manuscritos. Sí, nos desvela su enamoramiento por una Germaine que inspira la de La gran separación, pero mientras lo hace no se priva de cavilar sobre cómo los personajes poseen un cuerpo propio una vez se ha puesto el punto final al proceso de escritura, como si con la entrega del manuscrito estos escaparan y vivieran una singladura individual desde lo póstumo vital. Al mismo tiempo su nueva senda les permite ir a su aire, conocer otros mundos, ser disfrutados por el lector y experimentar en sus propias carnes cómo el avance del Novecientos, nada nuevo bajo el sol, fue sepultando los textos largos para privilegiar roles chisposos que enlazaban con el mal de reconocer sin conocer.
La segunda parte avanza con sus laberintos de siempre, que alcanzan un punto medio en la inteligencia del padre preocupado para con sus obras. Cuando uno las escribe, sobre todo si tiene vocación de perturbar y nadar contracorriente, su aceptación puede levantar polémica y una gran polvareda sin sentido porque parecen insultar el buen gusto y la corrección política, ese vicio adquirido de la mayoría. Sin embargo la receta dicta que con el paso de los años, si son sólidas, adquirirán condición clásica al fatigarse la lucha y las costumbres. Lo vanguardista se transforma en algo que conviene aprender. Algunos lo han intentado imitar, se ha producido la repetición negativa y el pionero adquiere un brillo auténtico porque se ha comprobado que los sucesores eran mera farsa, pura mediocridad que quería vestirse de gala.
El tercer segmento versa sobre aquellos que sin penetrar en los libros jugaron un papel similar al de los personajes en vida, llevándose la palma el panameño Al Brown, boxeador que hizo historia en los años veinte al ser el primer hispano que gano el título mundial de boxeo. El éxito quemó sus neuronas y cayó en una espiral de alcohol y drogas hasta que Cocteau, un empecinado de los imposibles, quiso recuperarle porque veía en el púgil una suerte de poesía. Devino su mánager y hombre de confianza, urdió métodos que desconcertaban a sus rivales como darle agua en una botella de champagne y sólo desistió al ver lo utópico de su plan. La azarosa carrera de ese dilapidado prodigio era la otra cara de la moneda, el reverso de la tragedia griega de Marcel Cerdan, amigo de nuestro protagonista y amante de Edith Piaf que dijo adiós a este mundo en un accidente aéreo cuando estaba en la cumbre de su fama.
En su última película, el espectacular Testamento de Orfeo de 1959, Jean Cocteau es juzgado por un tribunal que le acusa de inocencia al ser capaz de perpetrar no uno, sino varios crímenes, y de querer penetrar en un mundo que no es el suyo. Se declara culpable de ambos delitos y responde que ha querido saltar la célebre cuarta pared sobre la cual los hombres escriben sus amores y sus sueños para retar al tedio y rechazar la rutina. Lo hace, proclama, por la rebeldía que la audacia opone a las reglas y por estar imbuido de una naturaleza creativa, perfecta expresión del espíritu de contradicción propio del ser humano. La desobediencia es un sacerdocio. ¿Qué harían los niños, los héroes y los artistas sin ella?
En El cordón umbilical Cocteau se divorcia de los jueces, otra muestra de la independencia del creador y un disparo de clarividencia, alabanza de los defectos de nuestros hijos indisciplinados, alegres en la heterodoxia, lúcidos al dar color al horizonte y quebrantar la monocromía de los que desean un canon liso y silencioso.
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