Las bellas extranjeras de Mircea Cartarescu, por Jordi Corominas i Julián
Mircea Cartarescu, Las bellas extranjeras, Madrid, Impedimenta, 2013
Traducción de Marian Ochoa de Eribe
Me aburren soberanamente las discusiones que se generan en las redes sociales días antes de algún premio importante, entre otras cosas porque transforman a los escritores en caballos de carreras, como si la literatura se hubiera transformado en una especie de obscena quiniela hípica. En todo caso recuerdo que poco antes del Nobel sonó Cartarescu y además de sorprenderme me alegré porque la academia sueca raramente concede su tan preciado galardón a autores menores de sesenta años.
Por otra parte creo que el rumano es un narrador magnífico, versátil y con un profundo amor a mostrar la esencia de la vida cotidiana mediante matices absurdos que nos rodean a todas horas y que muchos, sin entender su verdadero significado, desprecian como si fueran meras anécdotas sin importancia. Están muy equivocados. Estas efemérides del día a día revelan una cadena de disparates que al estar insertados en la normalidad parecen no molestar a nadie pese a que son decisivos para desbaratarla y exhibir su auténtica faz detrás de la máscara.
En las bellas extranjeras, volumen que acaba de editar en España la editorial Impedimenta, Cartarescu pone toda la carne en el asador desde sus propias experiencias, aunque en este punto el lector puede desconfiar con una sonrisa porque el engaño es parte del proceso. El escritor nos cuenta sus peripecias en tres momentos distintos. La primera historia, Ántrax, parte del contagio de la paranoia que inundó a más de medio mundo en otoño de 2001. Los atentados del once de septiembre siguieron en forma de envíos postales con sobres repletos de una mortal sustancia. Una mañana nuestro hombre recibe un aviso, va a buscarlo y al abrir su contenido se imbuye de la locura del mal. La carta es el mal y en su interior unos misteriosos polvos activan el mecanismo del temor. Cartarescu habla con su mujer y decide acudir a la policía, y aquí es donde el relato cobra sentido desde la crítica a un sistema anquilosado que tras la caída del Comunismo no ha logrado superar el estúpido y riguroso corsé de una eterna burocracia que alarga las horas hasta la extenuación entre esperas a ser atendido, pesquisas de pacotilla y una hilarante resolución que a su vez es un demoledor ataque al arte contemporáneo y sus múltiples astracanadas.
La segunda parte, que da título al volumen, es la apoteosis de los desbarajustes desde el árido asunto de la percepción del otro y la inevitable torpeza de los seres humanos. Cada año un país es seleccionado para pasear, nunca mejor dicho, por Francia lo más granado de sus letras. Sólo falta Jesucristo, porque el evento reúne a doce representantes de la afortunada nación de visita al Hexágono. Cartarescu figura entre los rumanos seleccionados y acoge el viaje con una mezcla de entusiasmo y precaución. Sabe que reencontrarse con París, más un estado de ánimo global que una ciudad, será hermoso, pero también es consciente que no es nada agradable transitar durante dos semanas con colegas que cuando no te ven clavan cuchillos verbales en tu corazón.
Las bellas extranjeras puede analizarse desde muchos prismas. Quien guste de verlo como una mera disección de lo patético del mundillo literario se quedará corto pese a lo divertido que resulta toparse con tanta sinceridad encubierta, porque el autor tiene mucho que decir al tiempo que sabe guardar la ropa. Lo interesante del texto consiste en su estilo, donde las elucubraciones, digresiones que cortan lo narrado para darle un nuevo sentido de relación desde lo vivido, aportan frescura y refuerzan las teselas de un alocado mosaico donde nada es estable, ni siquiera la habitación del Boulevard Raspail, espacio físico que ejerce de eterno retorno mientras la comitiva circula por una Francia donde identifican lo rumano desde lo tópico entre comidas y una manifiesta ausencia de traductores capaces. Los galos se contentan con exhibir sus tradiciones y cumplir con el expediente encomendado mientras sus huéspedes se preocupan por superar o agravar rencillas propias de los que se dedican a llenar páginas, leitmotiv que llena de surrealismo “El viaje del hambre”, última estación de la travesía. Aquí el joven poeta de la Rumania de los años ochenta ve una oportunidad para superar el sopor de la rutina gracias a un recital en una ciudad de provincias. La lectura es un desastre en una sala media vacía que se vuelve enorme porque el bardo lleva más de una jornada sin comer, necesitándolo con una premura que se vuelve cómica cuando los acontecimientos, varias sorpresas que los organizadores le han preparado, se vuelven en su contra en una odisea entre conmemoraciones bélicas, prostitutas eruditas y una olla con setas que anticipa el broche de oro, perfecta síntesis de la duda entre la fantasía y la realidad, fundidas en el universo de un narrador que yendo a su aire nada deja al azar, tanto en la forma como en el fondo desde una prosa que divierte e incita a la reflexión con naturalidad, sin barroquismos ni infumables aliños.
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