La formación desde el triángulo:
Berlín secreto de Franz Hessel, por Jordi Corominas i Julián
Franz
Hessel, Berlín secreto, Madrid, Errata Naturae, 2013
Epílogo
de Walter Benjamin
Traducción
de Eva Scheuring
La
lectura de un libro tiene muchos ingredientes esenciales que marcan el destino
de la relación de las páginas con quien las devora. Cuando cerré Berlín secreto
empecé a ver claro. La obra me formulaba preguntas, y eso seguramente indica su
vigencia tras tantas décadas trascurridas desde su publicación.
Mientras
lo leía pensaba en la descripción que Chaves Nogales, al que casi me sabe mal
citar porque ahora está de moda hacerlo, hizo de la capital alemana en los años
veinte, que es donde sitúa la acción Franz Hessel, algo más que el padre del
hombre que acuñó el término indignado en sentido posmoderno para que la prensa
pudiera ahorrarse mencionar a los ciudadanos al informar de protestas y
malestar. El periodista español, moderno y pacato, describía la urbe prusiana
como un aquelarre donde negros y judíos recitaban en bares poco aconsejables,
inequívoco signo de modernidad que él, hombre de su tiempo por muchos halagos
que le brindemos, temía desde una sagaz incomprensión.
Obviamente
quien vive en el lugar sabe más, y eso se percibe en la novela de Hessel,
intelectual a reivindicar por su influencia en Walter Benjamin, quien cierra el
volumen con revelador epílogo, con quien tradujo La recherche proustiana. En
este caso percibimos en el narrador de Stettin la impronta del flaneur
baudeleriano por su obsesión en centrar la trama desde un paisaje urbano que
domina con una mirada inusual y una serie de personajes que sirven de excusa
para adaptar literariamente un hecho personal que marcó el matrimonio de Franz
y Helen y culminó con el retorno de la mujer al hogar familiar tras un leve
idilio viajero con el escritor Thankmar Münchhausen.
La
esposa volvió disgustada porque su marido no actuó con virulencia ante su
arrebato ni se rebeló con violencia. Simplemente esperó, aceptando que esa
locura pasajera desaparecería para consumar el retorno a la normalidad, y más o
menos es lo que hace el profesor Clemens de Berlín secreto con su Karola,
apasionada del joven Wendelin, un rico sin rumbo que ha nacido para ser amado,
una especie de Terence Stamp de Teorema de Pasolini pero sin la capacidad de
seducción del actor británico. Lo suyo son las incertezas que permiten a la
historia progresar por una senda donde el autor nos lleva de su mano por la
capital alemana en ese instante de esplendor donde la calle mostraba una cosa y
penetrar en el interior de los locales otra bien distinta.
La
preocupación de Wendelin, amargado por el mar de dudas que taladra su cabeza
ante la inminencia de partir y la posibilidad del amor, contrasta con la
desenfadada alegría de sus compañeros de aventuras, frívolos y relajados, como
si con su desparpajo bohemio reflejaran la calma de un país aliviado por haber
superado la hiperinflación y toda la serie de peripecias que tanto dificultaron
la vida de los germánicos tras la paz de Versalles.
En
1924 el ambiente que caracterizó aquellos años disparatados ya se instalaba en
determinados sectores una sociedad ávida de fiesta y excentricidad. Ahondar en
la literatura que habla de esa época desde una conciencia de presente es
sumergirse en la voluntad de diversión para quebrantar las normas e imponer
nuevas costumbres para remarcar el cambio de época que se vislumbraba y no se
llegó a completar por culpa del crack del 29 y el ascenso de los fascismos en
Europa.
La
juventud de Berlín secreto se parece, aunque con pose más petulante, a la
parisina que Cocteau plasmó en La gran separación, donde el movimiento entre
ocio, amor y conflicto configuran un coctel explosivo quizá más intenso porque,
como bien dice Walter Benjamin, la historia trazada por su amigo es una partida
jugada por héroes griegos vestidos con trajes modernos. Wendelin quiere a
Karola porque no sabe qué atajo tomar para llegar a la meta. Su ignorancia por
inexperiencia le lleva a activar palancas erróneas, como si las prisas le
hicieran tropezar con obstáculos que él juzga lógicos cuando sólo son
confusiones de la ruta, piedras que surgen porque el paseante no sabe conducir su
propio vehículo y por eso hasta comenta con el adversario los entresijos del
duelo.
Al
fin y al cabo Wendelin, como el resto de caracteres del relato, es una
marioneta en manos de su inventor, que sigue unas constantes propias del
período, bastante obsesionado en centrar la acción en una sola jornada,
condensación de la existencia en veinticuatro horas para así mostrar como la aceleración
de la modernidad propiciaba resoluciones histéricas, desde Veinticuatro horas
en la vida de una mujer de Stefan Zweig hasta el celebérrimo, y seguramente
poco leído, Ulises de James Joyce. El protagonista gozará de estos segundos del
reloj para dilucidar su destino en medio de una numerosa compañía de almas
solitarias que sucumben al bullicio de la gran ciudad donde el anonimato hace
que la idea de integración suene más asequible cuando en realidad las
circunstancias impulsan redes individuales de desconsuelo.
Wendelin
en su bildungsroman de millonario esperara su oportunidad. Las cartas siempre
se reciben al final y el amor, tan importante para todos, suele apuntar más
allá de flechazos.
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