“Los lotófagos”, la lúcida embriaguez de los versos
Por Anna Maria Iglesia | Destacados | 18.02.13“¿Una flor, el romero oel Lilio, vale, esté viva o muerta,la caca de un pájaro marino?¿o el lamento de una vela?
Ni a los lilios, ni al romeros, solamente a la flor de loto, aquella que embriagaba a los habitantes de la homérica isla, recurre Jordi Corominas para convertirse en un lotófago, para convertir sus versos en la verbórrica expresión de una lúcida locura. No hay preguntas que valgan para Corominas, que, a través de sus versos, parece querer apostillar aquellos que en su día escribió Arthur Rimbaud, el poeta que versificaba interrogantes:
“¡Nuestro siglo es un Siglo de infierno!”, escribía el poeta francés, “Los postes y los hilos telegráficos lucirán, lira de cantos férreos por tus omóplatos mágicos”. Con su poemario Los lotófagos, Jordi Corominas regresa a ese infierno secular, a ese lugar del cual Rimbaud se hizo orador; el infierno versificado por Corominas, sin embargo, se esconde tras una onírica imagen producida por el loto, por esas flores cuya embriaguez, a diferencia de aquella que cegó a los marineros de Ulises, no atenúa la lucidez de la voz poética. La mirada lúcida del poeta es la de quien reside en los “invisibles aposentos del manicomio de la cordura”, en los que la cordura es el reconocimiento de la locura, es el reconocimiento de los lugares habitados una vez convertidos –ai lass!- en manicomio. Ya no se trata de aquella ciudad, de aquellas calles parisinas fragmentadas y plurales, aquella Rue Christine que recorría Apollinare un lunes por la mañana donde la historia urbana, todavía mostrándose, se desvanecía frente a la imperante modernidad de cemento y hierro.
París cambiaba ante la mirada del poeta, ahora, sin embargo, ante la mirada del poeta Corominas, la ciudad ya ha cambiado, ya se ha convertido es ese espacio ajeno, en ese no-lugar teorizado por la postmodernidad porque, como canta el poeta, “el telón era propiedad de la Historia y su caída estaba anunciada en la cartelera”. La historia ha caído, ya lo dicen las palabras de Carlo Levi con las que Jordi Corominas introduce su poemario; han pasado muchos años de aquello a lo que solíamos llamar historia, ahora, más allá de las etiquetas, la cotidianidad ha perdido su mácula y nosotros “atropellamos residuos”, mientras que la locomotora, con ruedas de “caucho maloliente”, “para avanzar requiere anular motas de polvo, polillas personales”. El individuo se anula en el escenario recorrido con pulsión escópica por una voz que rescata los fragmentos de un escenario venido a menos, el escenario de una debacle donde los exiliados comparten espacio con los psicólogos de suculentas tarifas en busca de los yos perdidos, donde en las plazas los artistas de corte dan alpiste a las palomas mientras los turistas llenan sus bolsas de baratijas. En el escenario de Corominas, en ese manicomino donde la cordura todavía es posible para el poeta, el bar Manolo comparte acera con el frutero Mod, las patatas bravas siguen sirviéndose en las mesas, mientras en la barra un chino espera. Los cambios son veloces, el lugar se ha convertido en otro, en la hibridez de una realidad irreconocible, el poeta escucha los ecos de un pasado que, desde el generalizado olvido, regresa tras la imagen de un crepúsculo que, teñido de azul, evoca, casi en un acto involuntario, a ese “atardecer francés de 1914”. El humo brotando de las chimeneas vuelve a describir imágenes pretéritas, tiempos pasados y, sin embargo, cercanos, todavía visible para este poeta que, a pesar de que todo ya ha cambiado, de ser un extranjero en un lugar que no ha dejado de pertenecerle. Parece imposible apropiarse de ese lugar transformado en negación de sí mismo, una vez cruzado el Leteo ya no hay regreso, la mirada de Orfeo se pierde en ese camino al que ya no se puede regresar. A pesar de esto, en esa mirada a la que Blanchot dedicó una de sus páginas más bellas está la poesía, en esa mirada Jordi Corominas encuentra la manera de hacer poesía hoy, de versificar el convulso presente. No hay pausa, no hay límites, ni siquiera un final, pues el poema termina como debería empezar: con una bienvenida a este manicomino de la locura, donde las lenguas se mezclan babélicamente, donde el pa sucat amb oli sobrevive como aquella burguesía catalana que un día se escandalizó con David Bowie, ¿de quién se escandalizará hoy?
En un verborréico retorno, Jordi Corominas no hace de su poesía un programa poético, no hace de sus versos propaganda de ninguna escuela ni de ninguna moda; la grandeza de los Los lotófagos reside en ser poesía, simplemente, y afortunadamente, poesía. En sus versos Corominas evoca la cultura clásica, los grandes nombres del canon, la alta cultura representada por Wagner, la cultura pop con rostro de David Bowie, los Beatles -¿qué sería de Corominas sin las letras del grupo de Liverpool?- las patatas bravas, la historia olvidada demasiado presente, las chimeneas, la propaganda y la empobrecida ética que trata de empapar a una opinión pública golpeada por la angustia. No es un pastiche, no es un mero ejercicio de estilo, la obra de Jordi Corominas es la irónica versificación de un escenario demasiado real y, a la vez, demasiado onírico, un manicomio del cual no poder salir, una pesadilla dulcificada por aquellas flores de loto que, como en el país de los lotófagos, nos hacen permanecer, seguir haciendo poesía tras haber irremediablemente cruzado el río Leteo.
Anna Maria Iglesia
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