“¿Una gran ilusión?”, de Tony Judt
Por Jordi Corominas i Julián | Destacados | 22.02.13
Tony Judt falleció en 2010, pero su lucidez tardará en desaparecer. Su ensayo sobre Europa es un ejemplo de cómo un libro de Historia cumple su función de análisis del pasado para entender el presente con explicaciones sencillas que rebosan una lógica que debería transmitirse a todo hijo de vecino, pues las conclusiones del malogrado pensador indican con claridad el cómo se gestó la Unión Europea y por qué su etapa actual comporta una serie de dificultades económicas y expansivas que ya se intuían a mediados de la década de los noventa del siglo XX, momento en que fueron escritos los textos del volumen.
La primera parte del mismo versa sobre el proceso de construcción de la idea de Europa tras el cataclismo de la Segunda Guerra Mundial. Por aquel entonces el Viejo Mundo era un espacio desolado con las constantes vitales alteradas, con el corazón destruido y un oasis de penuria en el horizonte. La configuración geoestratégica del planeta tras el conflicto y la crudeza del mismo movieron la balanza hacia la creación de un nuevo núcleo que sirviera para impedir otra tragedia al tiempo que tranquilizaba al patrón occidental: Los Estados Unidos de América.
La Guerra Fría facilitó las cosas, en el sentido que los países más importantes de Europa Occidental decidieron ponerse las pilas desde finales de los cuarenta para buscar una forma de unión, que de lo económico basado en la agricultura fue tomando vuelo hasta alcanzar en 1995 la nada desdeñable cifra de quince países integrados en la Unión. Sin embargo, en ese instante las cosas ya avanzaban hacia otro paradigma diferente al que nos resume Judt. Entre 1950 y 1989, del acuerdo por el que nació La CECA hasta la caída del muro de Berlín, el equilibrio entre Francia y Alemania, la existencia de la Unión Soviética y la preponderancia de EE. UU. ayudaron a que en la incipiente Comunidad Económica Europea prosperara lo que se dio a conocer como el Estado del Bienestar, que era posible por una serie de factores entre los que cabe incluir el baby boom y un ciclo económico, los treinta gloriosos, que empezó a declinar con la crisis del petróleo de mediados de los setenta.
El segundo segmento del libro es quizá el más interesante de la obra, centrándose en el verdadero significado de la ampliación hacia el antiguo bloque comunista. François Mitterrand pensaba que con la Unión Soviética se vivía mejor, no por ideología, más bien porque su influencia ejercía una contención sobre los mecanismos de laMitteleuropa, donde Alemania siempre había gozado de una posición privilegiada en los intercambios comerciales con sus vecinos. Esta situación, aparcada mientras Germania permanecía fracturada, revivió con la unificación, y claro, a nadie le amarga un dulce que enriquezca y permita aumentar el poder de un país que siempre ha sido decisivo en el ámbito continental.
Las sonrisas alemanas no ocultan que su beneficio dinamizador tiene algo de exclusivo. La integración del Este es una especie de ilusión utópica por condicionantes que se remontan a los tiempos del Imperio Romano, cuando la unidad entre Occidente y Oriente se dio por perdida. Siglos más tarde, Carlomagno cimentó en sus posesiones una zona que hoy en día es el epicentro de actividad de la Unión Europea. Visto así, casi se puede mostrar la división entre los dos hemisferios del Viejo Mundo desde las Guerras Médicas. En ningún momento de la Historia han estado enlazadas sin fricciones y de poco sirve la retórica churchilliana de Trieste a Stettin y su famoso telón de acero, que ha existido siempre. Los viajeros del siglo XVII consideraban Budapest como una frontera natural que separaba dos formas de entender el universo. La Europa de los Estados Nación en contraste con el magma imponente e inmenso de Rusia, inabarcable en todos los sentidos.
Sólo durante el espléndido paréntesis del Imperio Austrohúngaro existió una posibilidad de alambicar dos polos opuestos, y ello se percibe todavía en una herencia inmortal localizable en mil teselas del mosaico, desde lo arquitectónico hasta lo literario. Pese a ello, ese sueño habsbúrguico en la encrucijada entre el Ochocientos y el Novecientos se basaba sobre todo en la interacción étnica de la región, factor cancelado por Adolf Hitler y el Genocidio. Después de 1945 todo cambió y el yugo de la hoz y el martillo acentuó las distancias. Por lo tanto, Judt considera quimérico establecer un verdadero puente, más complicado si cabe por las diferencias económicas entre la Europa rica y la que aspira a serlo.
El último capítulo del ensayo ahonda en este debate, no sin lanzar una advertencia premonitoria. El disgusto de Francia, los peligros de no poder mantener el Estado del Bienestar y el miedo a que las instituciones primen sobre las personas se anuncian en consonancia con unas metamorfosis que hacen necesaria una refundación donde el Estado cobre importancia positiva con intervenciones que no lo despojen de su importancia, que también deberían tener partidos y sindicatos desde otra fórmula que la actual, caduca y totalmente desarraigada de lo que es la sociedad civil. Tendremos Schengen como símbolo de la libertad, pero eso no es suficiente, porque no sólo de estructuras vive el hombre. El siglo XXI exige que la burocracia se arremangue la camisa, salga a la calle y comprenda. De otro modo la idea de Europa será sólo un bonito esbozo en un papel.
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