Diálogo con Sergio Álvarez, por Jordi Corominas i Julián
Por Jordi Corominas i Julián | Portada | 2.04.13
Es jueves por la mañana y me preparo para entrevistar a Sergio Álvarez, autor colombiano que ha retratado un largo trecho de Historia de su país en 35 muertos (Alfaguara), ambiciosa novela, cascada de situaciones y vivencias que debería ser una de las novedades más deslumbrantes del año por su endiablada capacidad narrativa y la virtud de contar los caprichos de Clío desde la superficie, sabiendo que la épica acaece en lo cotidiano.
Llego al hotel de turno, espero unos segundos y aparece Sergio con una sonrisa. Nos damos la mano, intercambiamos pocas palabras, nos sentamos al lado de la ventana que ha contemplado mil entrevistas y procedemos a iniciar la nuestra. Enciendo la grabadora.
Cuéntame el proceso de elaboración del libro. Por su extensión deduzco que fue largo y supuso mucha preparación.
Primero se me ocurrió el libro. En Colombia vemos demasiado en corto, nunca en perspectiva, como si lleváramos siempre anteojos, como si evitáramos lo real y nos inventáramos excusas. A España le pasó lo mismo conAznar, que decía aquello de España va bien cuando en realidad la estaba destrozando. En Latinoamérica sucede un poco lo mismo, siempre contándonos historias para no vernos.
Como si el realismo mágico fuera una tapadera.
Eso es, tal cual. Me parecía importante construir una perspectiva clara de lo que había pasado durante estos años. Primero porque la sociedad colombiana necesitaba este tipo de perspectiva, y segundo porque en un país tan violento como el nuestro uno carga con esta violencia. Quería saber cómo cargaba ese poso de manera personal, no sólo colectiva.
En algún momento de la novela se lo dicen al pelao, que se le leen todos los muertos que carga en los ojos.
Sí, esa frase resume bien el hecho de que la novela también fue un proceso personal, que no asumí con afán, sin prisas. Era una catarsis. Cuando empecé con el trabajo me di cuenta que por mi carácter y mi forma de ser nunca me ha gustado la Academia. No encontraría el libro que quería en universidades ni periódicos. Por aquel entonces vivía en Barcelona, así que decidí volver a Colombia algunos meses, recorrer sus pueblos e intentar entender mi país desde la superficie, porque lo de arriba sólo son cifras e ideologías que se cruzan. Los intelectuales viven pensando en cosas demasiado alejadas de la calle. Hice un proceso de investigación lento, complicado y caro.
Tardaste nueve años.
Casi diez. Una vez terminó el proceso me puse a escribir, y finalmente encontré lo que quería contar. En ese momento no estaba bien económicamente, así que tocó el proceso de ir escribiendo y buscar financiación para mi supervivencia personal. Atravesé muchas crisis personales y familiares que afectaron en el desarrollo de la novela. Me cansé. Dejaba el libro dos meses, lo retomaba, leía lo que había escrito y me animaba de nuevo: debía terminarlo.
Eso es lo que nunca sale en las páginas del libro, esas pausas que nadie sabe, pero que son importantes en la elaboración.
El libro se salvó a sí mismo. Merecía ser terminado.
¿Esa elaboración tan larga ha incidido en la sensación de vértigo que transmite 35 muertos?
No, eso es más una cuestión de estilo.
Entiendo que el estilo parte de lo que me has dicho, que esta historia no podía ser contada de modo académico.
Esto corresponde a una cuestión colombiana. Nuestra sociedad es muy violenta y la muerte está siempre presente. Eso provoca que se viva de manera muy intensa, como si el mundo terminara mañana mismo. Quería transmitir el vitalismo desde la violencia y una intensidad irracional, porque así vivimos.
Se percibe una alegría subterránea por el sexo y la música.
Nadie sabe lo que es la muerte. La gente contrapone la vida ante eso. Hay que echar todos los polvos posibles.
Aquí en Europa a veces pecamos de no hacer eso, como si no tuviéramos prisa.
García Márquez refleja muy bien lo que digo con lo de “polvo que no echas, se pierde para siempre”. Las cosas hay que hacerlas ya, porque de otro modo desaparecen.
Carpe diem.
Eso es, y aquí entra un aspecto formal que me parecía fundamental: quería que cada capítulo fuera como un instante completo, como si cada uno fuera un puño.
Ráfagas de vida.
Exactamente, por eso si te fijas casi no hay puntos y aparte.
Y de hecho la estructura respira a partir de que cada sección está dividida por un verso musical. ¿Lo pensaste desde el inicio?
Eso lo encontré caminando el país. Al vivir mucho tiempo en Europa me había habituado a la memoria escrita, y en Colombia construimos los recuerdos a partir de la oralidad y los recuerdos sentimentales, que casi siempre tienen algo que ver con la música. Te cuentan una historia y la vehiculan con una canción. Me empecé a dar cuenta que la música como vehículo de la memoria es fundamental en Colombia. Al principio titulaba los capítulos, pero a medida que avanzaba tuve claro que la música hilvanaba mejor la estructura.
Puedes entenderlo desde un doble sentido: el libro como una gran canción y las canciones para mostrar cómo evoluciona la sociedad.
Sí, porque las canciones suenan en la época que está contando el libro.
35 muertos, 35 años.
Exactamente.
Los europeos conocemos la situación colombiana desde una profunda superficialidad. ¿El pelao es un personaje prototípico de tu país?
Sí, lo es. Los colombianos que emigraron a España pensaron que habían encontrado la estabilidad, y por desgracia no es así. Colombia es un país desestructurado donde la gente al final sobrevive con lo indispensable, y para encontrarlo se hace de todo, desde moverse hasta trabajar de cualquier cosa. Hay mil historias, y lo que le pasa al pelao no es lo que a todos los colombianos, pero sí a muchos.
Tiene una capacidad de adaptación increíble.
Y además somos un país de desplazados, en Colombia hablamos de dos o tres millones de desplazados internos.
De ahí ese perpetuo vagabundeo del pelao, un errar continuo.
Porque es un país en guerra que al pobre lo desplaza y lo mata. Todo esto, que te puede parecer raro, en realidad es normal. Cuando te acuestas con una prostituta en Bogotá ella te cuenta que ha estado en mil países. Son nómadas de su profesión. En lo paramilitar es lo mismo. Los soldados se cambian de chaqueta para mantener un trabajo y un sueldo.
El pelao es comunista, pero no tiene problema en cambiar de chaqueta, porque de la hoz y el martillo viaja por mil y un oficios, y hasta flirtea con el fascismo, baila al son de lo que le pongan.
No hay ideología, hay necesidad.
Cuando veo al pelao con los fascistas alucino, porque como lector europeo me parece sorprendente. La novela ya me había generado una empatía con el personaje, no sé si por entender el contexto o por el hecho de asimilar esa necesidad fundamental de sobrevivir.
Ser aceptado, el sentido de pertenencia porque se siente rechazado y es un huérfano eterno. En las mujeres busca una madre que nunca tuvo. Las circunstancias de la vida en una sociedad de este tipo provocan equívocos. Crees buscar una cosa cuando en realidad estás a la búsqueda de otra.
Su historia es como un tobogán.
Me ayudó mucho a estructurar el libro la forma en que Colombia vive las elecciones. Llegas en ese momento al país y hay una euforia de cambio que desaparece tras las votaciones. Llega la depresión y luego retorna la falsa ilusión de nuestra democracia, llena de esperanza. No construimos la ilusión a partir de la realidad, sólo a partir de la misma ilusión. Un poco pasó lo mismo en España con Europa.
El pelao se metamorfosea y no aprende.
Es que es un mito eso de que golpeándote aprendes. El conocimiento es otra cosa, no tiene nada que ver con ir por el mundo tropezándote, tiene que ver con otros factores que no son la mera supervivencia. Por eso, entre otras cosas, el país no ha resuelto sus conflictos en doscientos años, no se solucionan las cosas matándose.
Pero si fuera un personaje normal no podría reflejar ni la historia del país ni concebir ese vértigo que transmite.
Sin el pelao tendría una de sus novelas que abundan ahora sobre América Latina donde todo es estable y maravilloso, algo que nunca haré.
La novela tiene un sinfín de episodios con gran polifonía de voces.
Esto tiene que ver con algo real: en un país inestable las relaciones son fugaces. Me aterró al llegar a Barcelona eso de saber que mucha gente tiene los amigos desde su época escolar.
No te creas, yo soy de aquí y también me aterra.
Si eres un personaje en eterno exilio construyes relaciones muy efímeras. No son intensas ni profundas. El pelao emprende un largo viaje y por lo tanto se cruza con muchos personajes.
En Europa lo efímero puede verse con otros matices, en cambio en tu novela la polifonía inicialmente te descoloca, pero claro, el errar genera un encuentro de trotamundos. A partir de las voces configuras un mosaico.
Me interesa mucho la narración como tal, contar historias y que sean interesantes. El personaje del policía aparece tres párrafos, pero para mí es uno de los grandes personajes.
Y hay personajes femeninos que llenan mucho el texto, como Cristinita o Natalia, que cuando desaparece del relato parece que deba volver sí o sí.
Los personajes van y vienen, muchos secundarios tienen una novela en su cuerpo. El titiritero me encanta, un viejo comunista que finalmente se convierte en traficante de armas.
La apariencia como valor de confusión.
Las peores personas posibles son las personas asustadas. Talía, la hija del titiritero, se traiciona por el miedo, carga el miedo con la dimensión de la inseguridad, que lleva a la traición. Una de las historias más metafóricas del libro es la del narco: con la oportunidad que le dan paga con su dignidad.
En 35 muertos no podemos olvidar la importancia que tienen el sinfín de mujeres que aparecen, que en realidad son la misma de distintas formas.
Exactamente. Las relaciones entre hombres y mujeres están basadas en el equívoco y la incomunicación. Distintas búsquedas que conducen a desastres. Las necesidades afectivas de cada persona difícilmente encajan con las de los otros. Al pelao le ocurre, no hay una coincidencia de búsqueda.
La mujer como esperanza por la belleza.
Y el mito católico de la salvación a través de la pareja.
La presencia de Dios en el libro es casi nula.
La religión en Colombia es un espacio refugio. Una vez cometes todos los errores toca rezar. No importa la religión porque no es trascendental salvo si cargas demasiadas culpas.
Pero la novela tiene algo de parábola que remite indirectamente al catolicismo.
Aunque nosotros parezcamos occidentales tenemos profundas raíces atávicas y la influencia negra que llegó con los esclavos. En apariencia somos esclavos, pero las cargas espirituales que nos mueven van por otro lado. La relación de los colombianos con la iglesia es, en verdad, muy superficial.
La literatura latinoamericana ha puesto filtros a la realidad, en cambio tú apuestas por un texto descarnado. Su estructura e intención huelen más a literatura europea.
La novela en su esencia y origen es algo europeo. Me parecía entrar en esa tradición porque, entre otras cosas, el Quijote sigue siendo un referente. La estructura de la novela es occidental y racional, pero no quería entrar en lo que ahora en narrativa se considera correcto, desde el lenguaje plano hasta una supuesta sofisticación que nunca terminé de entender.
Antes me decías que en Colombia prevalece la oralidad.
El aparato es occidental, pero quería que lo demás reflejara la realidad de la cual surgía. La gente no va con sutilezas en la calle. El lenguaje es coloquial porque recupero el punto de vista popular. Los personajes no reflexionan, no se dedican a hacer ensayos sobre su condición. El ritmo narrativo es otro. Vestí la novela en correspondencia con la realidad que retraté.
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